Unas notas en torno a la intervención de Marta Blasco en la Catedral de Palma de Mallorca.
Marta Blasco lleva años meditando y produciendo obras de arte a partir de la fascinación tremenda que sintió con El canto de la Sibila. Esa figura oracular, inspirada por Apolo, se ha convertido en un motivo obsesivo para esta artista que ha realizado infinidad de dibujos, piezas objetuales, una hermosa vitrina y, específicamente para la Catedral de Palma de Mallorca, una instalación. Las sibilas intuyen las verdades superiores y tienen poderes que hacen que desempeñen, en la tradición cristiana, un papel paralelo al de los profetas bíblicos. Marta Blasco convierte a la Sibila en un dispositivo de atracción visual, como si su poder “revelador” propiamente fuera una cristalización que hace ver.
Su intervención en la Catedral es, al mismo tiempo, un ejercicio de figuración en torno a lo profético y una suerte de abstracción del ritual del canto de la Sibila. El verbo latino abstraho designa el acto de separar, de sustraer, de sacar a cualquier cosa o alguien de algún otro, de abocar, en suma, una relación con los poderes de la ausencia. La muerte es “abstracta” porque abs-trae y difracta las figuras, porque impone a los seres y a los objetos mismos dimensiones imposibles, contradictorias, porque trabaja para hacer que todo sea disímil. Conviene recordar que la Sibila de Cumas mostró a Eneas el camino “al reino de los muertos”. Las “neulas” que ha realizado Marta Blasco brillan y, al mismo tiempo, producen sombras, imponen una visualidad que alegoriza la levitación y también evocan el final, la reducción del propio cuerpo de la Sibila a un puñado de arena.
No es fácil aproximarse a la iconografía de la Sibila sin caer en tópicos; Marta Blasco, con enorme sutileza, plantea un ámbito para esa figura profética que refuerce una presencia femenina pero que también señale o gestione la pérdida. Entre lo epifánico y la escatología, en una dimensión “suspendida” pero no por ella carente de drama, la instalación de la “neulas” en la Catedral de Palma funciona como un espacio del sueño, un “signo desconocido” que surge de una estructura de obsesión. Esa intervención traslada algo de “inquietante extrañeza”, esto es, remite a un ritual familiar, pero materializa componentes diferentes, expande y dota de nueva vida una tradición que es tanto una presencia cuanto un canto.
Una tradición conecta las mitologías de la Antigüedad y el Cristianismo al señalar que la Sibilia del Tibur había profetizado al emperador Augusto el nacimiento de Cristo. En las Edad Media se representaba a las Sibilas como parte del simbolismo del mesianismo de Jesús y, en el siglo XIII, la sibila Eritrea aparece en el Dies Irae de Tomás de Celano anunciando el fin del mundo. Marta Blasco revisa la iconografía sibilina para desplazarse a través del realismo hacia una dimensión simbólica más intensa; sus “neulas” para la Catedral de Palma de Mallorca son presencias, valga la paradoja, que remiten a cierta ausencia. El ser, podríamos apuntar en una perspectiva freudiana, no es nunca algo que se gana, sino algo que, faltando perpetuamente a la llamada, se rodea (incluso adquiere una condición de obsesión en pos de la figurabilidad) y no nos deja tocar más que restos. En los versos finales del “Paraíso” de la Divina Comedia de Dante aparece la Sibila en un entrelazamiento de visión y sueño, memoria y descomposición de lo que fue en restos: “Mi ver, desde aquel punto, superaba/ a nuestro hablar, que tal visión domeña;/ y a la memoria tanto exceso traba./ Como aquel que está viendo mientras sueña,/ que tras el sueño la pasión impresa/ queda, mientras el resto se desdeña; así yo soy, pues casi toda cesa/ mi visión y el pecho me destila/ el dulzor que probé en santa mesa./ Y como nieve a la que el sol deshila,/ así al viento, en las hojas arrastrada,/ se perdió la sentencia de la Sibila”.
Lo real es, para Lacan, “lo que permite desanudar efectivamente aquello de lo que el síntoma consiste, a saber, un nudo de significantes”. Marta Blasco suspende en sus “neulas” una condensación simbólica, sedimenta en esas hermosas piezas la fascinación que sintió al escuchar el Canto de la Sibila, exorciza, en cierto sentido, el desplome emocional con formas artísticas en “levitación”. El “duelo de lo inexplicable”, nombrado por Mallarmé, puede empujarnos a la huida o, al contrario, hacernos rodear lo peor: una manera de estar a distancia pero también una manera de estar frente a lo que nos angustia. La tarea estética de Marta Blasco es la de continuar mirando en lo visible aquello que lo visible continúa siempre escondiendo, continuar, como Georges Braque, “tratando de salvar algo de la inmensa negrura que rodea [las cosas], que las merma por todas partes”. Al jorn del judici, en ese Final que la Sibila canta, termina todo afán y se cumple el destino trascendente; la figura femenina con la espada no corta las esperanzas sino que cumple con la promesa. Todo trabajo del duelo es un trabajo del lugar y todo espaciamiento porta en sí mismo el conflicto, pero también la temporización, el “devenir-tiempo del espacio”. Las expectativas mundanas encuentran en el Canto de la Sibila un momento de lágrimas pero también una llamada dulce de la divinidad: “Venits a mi los amichs meus/ de tots perills”. La instalación de Marta Blasco en la Catedral de Palma de Mallorca tiene el carácter de una “imagen dialéctica”, en la que retoma la tradición y el ritual para ofrecer una cristalización inequívocamente contemporánea: “No hay que decir –advierte Benjamin- que el pasado ilumina el presente o que el presente ilumina el pasado. Una imagen es, por el contrario, aquello en lo que el Antaño se encuentra con el Ahora en un relámpago para formar una constelación. En otros términos, la imagen es dialéctica detenida. Porque, mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, continua, la relación del Antaño con el Ahora presente es dialéctica: no es algo que se desarrolla, sino una imagen sacudida. Sólo las imágenes dialécticas son imágenes auténticas (es decir, no arcaicas)”. Cada imagen auténtica se constituye como una “dialéctica detenida”, a un tiempo cristal y movimiento centelleante del cristal. Las “neulas” que ha creado Marta Blasco con tanto un síntoma cuanto un elemento de fractura: del techo de la Catedral descienden para generar un “espacio devocional” o, en otros términos, elevan su materialidad sutil para hacer visible la esperanza. Desde las Sibilas pintadas por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina del Vaticano hasta las “neulas” que se instalan en la antesala de la Navidad en la Catedral
de Palma, no deja de propagarse una profecía que nos recuerda que el final puede ser el más hermoso de los comienzos.
II. Instalados (artísticamente) en el desarraigo.
Casi todos nosotros, advierte Mark Greif, experimentamos una insatisfacción simple. La idea de que cualquier momento podría añadirse a la experiencia, pero en cambio se pierde en el tiempo, deja un residuo de pérdida permanente. Descubrimos que al final todas las situaciones nos abandonan, y que nos faltó la voluntad de llevarlas lo bastante lejos cuando todavía podíamos. Nuestra cultura desgarrada se corresponde a un ser que es frontera, el límite impreciso en el que, según Mallarmé, deberían arrojarse los dados: la verdad resplandece en lo simbólico. Las propuestas del primer sistema del idealismo alemán, su reclamar una mitología simbólica, resuenan como una memoria que resiste en el naufragio. Eugenio Trías afirma que, hoy por hoy, el gran arte y la gran filosofía sólo pueden producirse en el seno de una pertinaz travesía del desierto, donde más allá de los espejismos se anuncia un espacio insospechado. Por esta vía se tiende a una especie de microfísica del arte; todas las artes, en este sentido, se orientan hacia su límite con la expresa voluntad de traspasarlo: “el gran arte -apunta Trías en su Lógica del límite– exhibe su contradicción inmanente: se alza sin nostalgia hasta lo sagrado, a la vez que expresa la tendencia ilustrada relativa a la radical clarificación de su ámbito o dominio. Cuando se da esta exposición de la contradicción insoluble, entonces el arte cumple con la doble exigencia de adecuarse al tiempo histórico (modernidad en otoño) y de alzarse hasta el límite (de lo sagrado y secreto)”.
No es ni mucho menos fácil volver a la tierra. Tenemos que asumir el conflicto de la obra de arte, esto es, a la relación entre mundo y tierra. Hay que aprender del crecimiento de las cosas en la naturaleza y llegar a decidir cual es el momento oportuno. Acaso el tiempo cronológico y el tiempo meteorológico no hablen de otra cosa que de una mezcla, esto es, del kairós, aquello que resulta propicio. La luz que hace las cosas visibles impone el tiempo de la naturaleza: ahí se unen el corte y la continuidad, lo estático y lo fluido. El canto de existencia es un intenso y arriesgado morar en lo abierto o, en otros términos, un intento de llegar al origen del origen, al aión. En las Elegía de Duino rilkeanas la tierra amada reclama metamorfosis: un tornarse invisible en el corazón. En última instancia todo el daño que le hacemos a la tierra son heridas que nos infligimos a nosotros mismos. Si con la aparición del Santo Grial en Lohengrin parecía, en palabras de Baudelaire, como si el mundo hubiera “desaparecido”, eso no supone otra cosa que la tierra, el depósito inagotable del sentido, se retrae para que sigamos aspirando a encontrar (tarea sin fin) su misterio.
Es la obra de arte, como sucede en la imponente instalación que Marta Blasco ha realizado en la Catedral de Palma de Mallorca, lo que permite a la tierra ser tierra, en vez de mundo. El desocultamiento es lo propio de la verdad (aletheia). En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar abierto: hay un claro. Heidegger señaló en El arte y el espacio que el vacío no es nada, ni siquiera una falta, al contrario, es aquel juego en el que se fundan los lugares: “el espacio aporta lo libre, lo abierto para establecerse y un morar del hombre”. Hay una liberación de los lugares, una puesta en obra de la verdad que es, propiamente, un espaciamiento. En distintos artistas abstractos aparece la idea de que es preciso llegar a la energía primera de la que surgen las formas, la ausencia como una clase de narración, recordando el sentimiento místico del vacío, en el que se hace positiva la experiencia de la soledad: momentos en los que se puede percibir el eco, la emergencia de la energía y las imágenes. Marta Blasco ha aclarado que en sus visiones de la Sibila es crucial la relación tanto con la tierra cuanto con lo femenino, en un nudo simbólico que plantea una singular revelación.
Recordemos que la vivencia moderna del desarraigo aparece, singularmente, tanto en Benjamin como en Heidegger: la experiencia estética se muestra como un extrañamiento que exige una labor de recomposición y readaptación. Ahora bien, esa labor no se propone alcanzar un estadio final de recomposición acabada; la experiencia estética, al contrario, se orienta a mantener vivo el desarraigo. El comienzo, apunta Heidegger en 1935, es lo más pavoroso y lo más violento: eso es lo unheimlichkeit un no-estar-en-su-propia-casa-originaria. Sin embargo, estamos acomodados en lo inhóspito lo que no supone, necesariamente, que hayamos aceptado la angustia. Lo enorme (Das Ungeheure) que nos atemoriza, lo sagrado que se impone, no puede disolverse en el aire como si finalmente no fuera nada. Marta Blasco retoma la figura mítica de la Sibila para re-inscribirla en el contexto simbólico-religioso pero, al mismo tiempo, bucea en su propio imaginario para dar salida a la condición de la inquietante extrañeza.
“Como el rococó -escribe Alberto Ruiz de Samaniego-, la instalación es genuinamente un arte de salón, pero también, en general, un arte deconstructor que modifica la estructura interior de los lugares, reduciendo o ampliando el tamaño de las estancias y sus componentes, otorgando una importancia máxima a los elementos contextuales (mobiliario, enseres, ornamentos, lugares transicionales, límites, aperturas, proposiciones proyectivas, huecos y otras inscripciones)”. Recordemos la idea de Perniola de la instalación como aquel espacio que siente al visitante, lo acoge, lo toca, lo palpa, “se extiende hacia él -indica en El sex appeal de lo inorgánico-, le hace entrar en ella misma, lo penetra, lo posee, lo inunda. Ya no se va a las muestras para ver y gozar del arte, sino para ser vistos y gozados por el arte”. Un espacio o, recurriendo a términos propios de lo teatral, un escenario en el que la ideología de la interactividad virtual queda desmontada por la interpasividad de aquello que es presencia incontestable. La instalación de Marta Blasco tiene, ni mucho menos, rasgos manieristas, al contrario, su estética tiende a mostrar lo esencial: la figura de la mujer grabada sobre unas planchas metálicas que, literalmente, levitan ofreciendo destellos de esa figura sibilina. En una época en la que proliferan los no-lugares, cuando la movilización permanente del turismo solamente encuentra la recompensa del souvenir, Marta Blasco regala una “epifanía” de intensa potencia poética, nos hechiza con su apelación a lo “oracular”, consigue que alcemos la vista para confrontarnos con unas imágenes que me atrevo a calificar como esperanzadoras.
Artaud, en su Lettre sur le langage (1931), señaló que junto a la cultura por palabras está la cultura por gestos: hay otros lenguajes en el mundo que diferentes de la opción por la desnudez del lenguaje occidental, entregado a la desecación de las ideas, esto es, a su presentación en estado inerte. El sujeto del inconsciente se localiza sobre el cuerpo, queda plasmado en lo concreto, en una evocación del otro radical, esto es, en una incitación a que el público, más allá de la perplejidad, introduzca sus efectos de sentido allí donde, sobre todo, se le ofrece una diseminación de objetos desnudos.
Derrida sostiene que sólo porque no hay presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte. Si bien algunas prácticas artísticas han recuperado el cuerpo no lo han hecho, necesariamente, para reclamar una “fisicidad” sino apara alegorizar, a partir de él, múltiples desposesiones. Es decir, la dislocación afecta también a esa corporalidad que consideramos el reducto de la “certidumbre”: “lo que yo llamo el cuerpo –señala Jacques Derrida- no es una presencia. El cuerpo es, como decirlo, una experiencia en el sentido de la palabra más móvil (voyageur). Es una experiencia de contexto, de disociación, de dislocaciones”. Como señaló Michaux, el artista es que se resiste a la pulsión de no dejar rastros, dejando los materiales en una situación territorial semejante a la escena de un crimen; el rastro es lo que señala y no se borra, lo que nunca está presente de una forma definitiva. En una época en la que hemos asumido, acaso con demasiada tranquilidad, lo que Derrida llama destinerrancia, frente a la ideología de la virtualización del “mundo”, aparecen numerosas situaciones veladas, rastros de lo diferente, indicaciones que nos empujan a una deriva creadora: “dejamos -indica Baudrillard- por todas partes huellas –virus, lapsus, gérmenes, catástrofes-, signos de la imperfección que son como la firma del hombre en el corazón del mundo artificial”. El arte puede ser no sólo una obsesión, sino también un proceso vírico, algo que desarticula la comunicación pretendidamente “normal”. Marta Blasco produce algo más que huellas, impone unas formas que rememoran a la Sibila y, en cierto sentido, gravitan sobre su “canto” apocalíptico.
La voz sibilina indica el destino ineludible, canta los acontecimientos del final, acaso materializa el gozne de la finitud con el anhelo de transcendencia. Debemos entender la pulsión de muerte como un descarrilamiento ontológico, un gesto de des-investidura que remite a la disolución de la libido: lo que disloca al sujeto (en el proceso de su constitución) es el encuentro traumático con el goce. El yo, constituido especularmente, cree que en torno a él únicamente hay un terreno lleno de escombros y, precisamente por ello, se fortifica; verse a uno mismo como sujeto unitario implica una forma de represión visual. Si el deseo lleva siempre a la imposibilidad de su satisfacción, la pulsión encuentra su satisfacción en el movimiento mismo destinado a reprimir esa satisfacción: “mientras que el sujeto del deseo se basa en la falta constitutiva (existe en cuanto está en busca del objeto-causa faltante), el sujeto de la pulsión -escribe Zizek- tiene su fundamento en un excedente constitutivo: en la presencia excesiva de alguna Cosa intrínsecamente “imposible” y que no debe estar allí, en nuestra realidad presente: la Cosa que, por supuesto, es en última instancia el sujeto mismo”.
Según Lacan, lo que el sujeto encuentra en la imagen alterada (especularmente) de su cuerpo es el paradigma de todas las formas del parecido que van a aplicar sobre el mundo de los objetos un tinte de hostilidad proyectando en él el avatar de la imagen narcisista, que, por el efecto jubilatorio de su encuentro en el espejo se convierte, en el enfrentamiento con el semejante, en desahogo de la más íntima agresividad. A veces quedamos fijados, no tanto en el reflejo cuanto en un objeto transicional: “la hilacha de pañal, el trozo de cacharro amado que -según Lacan- no se separan del labio ni de la mano”. Retomamos la idea de que el desasimiento y la castración intervienen en la emergencia del sujeto. La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del deseo. La espada de la Sibila que Marta Blasco ha dibujado insistentemente o ha materializado en una hermosa vidriera genera, metafóricamente, un corte simbólico al mismo tiempo que da cuenta del coraje y la determinación de esta creadora. Su sueño de realizar la instalación en la catedral de Palma de Mallorca ha tenido algo de compromiso heroico.
Freud señaló que, tras la completa interpretación, todo sueño se revela como el cumplimiento de un deseo, esto es, el sueño es la realización alucinatoria de un deseo inconsciente. El sueño nos atrapa y nos lleva hasta el abismo de lo sublime-descomunal, de la ternura, del recuerdo deshilachado de la matriz. Ahí se encuentra una honda verdad; el mismo Platón realizó una defensa de la experiencia del sueño, frente al prejuicio de que hay que “librarse de las apariencias”. En el fondo soñar significa “no saber lo que me pasa”. Ciertamente, hay un nudo o estructura laberíntica que nos aparta de la clara visión de lo soñado; como Freud indicara, el ombligo de los sueños es lo desconocido, algo que está más allá de la reticulación del mundo intelectual. El arte establece una gozosa demora, es una reclamación de una singular intensidad de la vida. Tenemos que tener la mente abierta a todo, ser capaces de establecer, en términos freudianos, una permanente “asociación libre”, esto es, trabajar en la dirección de una radical excitación del sueño. En la región de los sueños caen, como la lluvia, los fantasmas y las más raras ligaduras. Marta Blasco ha dibujado trozos de tela que se anudan, también ha fabricado con cerámica rosas, guirnaldas bellísimas que dialogan con el cuerpo rajado de Venus. Su sueño con la Sibila no ha terminado, se demora gozosamente.
III. Para atravesar (milagrosamente) la fantasía.
“Una frase hecha de Jenny Holzer, “Protégeme de lo que quiero”, expresa muy precisamente -advierte Slavoj Zizek- la ambigüedad fundamental involucrada en el hecho de que el deseo es siempre el deseo del Otro. Es posible interpretarla como “Protégeme del deseo autodestructivo excesivo que hay en mí, y que yo misma no soy capaz de dominar”. Hay aquí una referencia irónica a la sabiduría machista tradicional, según la cual la mujer, librada a sí misma, queda atrapada en una furia autodestructiva, de modo que debe ser protegida de su propio ímpetu por una dominación masculina benévola”. En términos más radicales, la frase indica que en la actual sociedad patriarcal el deseo de la mujer está radicalmente alineado, y ella desea lo que los hombres esperan que desee, desea ser deseada, y así sucesivamente. En este caso, “Protégeme de lo que quiero” significa “Lo que quiero me es ya impuesto por el orden socio-simbólico patriarcal, que me dice lo que debo desear, de modo que la primera condición de mi liberación es que rompa el círculo vicioso de mi deseo alienado, y aprenda a formular mi deseo verdadero de una manera autónoma”. Desde luego, el problema consiste en que está segunda interpretación implica una oposición más bien ingenua entre el deseo alienado heterónomo y el deseo verdaderamente autónomo. Pero, ¿y si el deseo como tal fuera siempre “deseo del Otro”, de modo que en última instancia no haya modo de salir del atolladero histérico del “Te pido que me niegues lo que te estoy pidiendo, porque no se trata de eso”? Acaso la protección sea la del deseo mismo, una conciencia de lo abismal, esto es, de esas turbulencias de la pasión en las que se pierde todo fundamento. Pero también puede que la enunciación paradójica tenga que ver con la dinámica de la seducción, con un decir que está plegado barrocamente y no ofrece un sentido unificado. No parece que sea una apelación a otro localizado en una posición jerárquica sino, al contrario, una invocación que intenta llegar al problemático lugar del sujeto: un movimiento que no es de represión sino más bien de extraña veladura. Como en la catarsis, el rechazo y la repulsión van unidos a la fascinación por lo extremo, aquí la protección puede ser el momento previo a una entrega sin condiciones, a ese desasimiento que tanto nos cuesta alcanzar.
Foucault puso en circulación la idea de que el hombre es una invención de fecha reciente a partir de la cual puede realizarse la arqueología de nuestro pensamiento. Si el repliegue del lenguaje conduce a que “actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido”, también es evidente que se abre la posibilidad de pensar de nuevo las condiciones de producción del sujeto, la red microfísica en la que el saber, el deseo y la realidad se trenzan. Tal vez el mayor problema es que la vida, tal y como la conocíamos, ha dejado de existir, pero aún nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevivido en su lugar. Sólo si recupera el espacio que primero ha deshabitado, el hombre, más que un enigma un desencuentro (dystychia), puede alcanzar lo que impropiamente llama totalidad; el deseo y la imaginación superan las limitaciones, pugnan por estar fuera de la ley, inventando ese otro lado de la vida. Un combate simbólico se desencadena para superar ese amor que transforma al otro en reflejo especular o en un obstáculo que puede ser reducido, de forma inhumana, a nada, resto indeseable que arrojar a una tumba sin nombre.
Sin duda, toda la obra de Marta Blasco tiene que ver con la modulación del deseo, configurándose como un riguroso arte del cuidado de sí a partir de una singular extrañeza del cuerpo, algo semejante a lo que Lacan llamó extimité (extimidad), un proceso complejo en el que nos ponemos hondamente en relación con la Cosa. Parece claro que las posiciones de lo “masculino” y lo “femenino”, que en Tres ensayos para una teoría sexual (1905) Freud definía como efectos de consecución laboriosa e incierta, se establecen en parte gracias a las prohibiciones que exigen la pérdida de ciertos vínculos sexuales y exigen, asimismo, que esas pérdidas no sean reconocidas y no sean lloradas. El género se produce como una repetición ritualizada de convenciones, en este sentido la feminidad es un ideal que siempre es sólo imitado, pero también como esa ambivalencia melancólica (un conflicto que tensa lo que solemos denominar yo hasta llevarlo a la abominación de sí), aquel retorno de la libido a su punto de partida (zurückziehung), pero sobre todo la situación en la que se pierde un objeto originalmente externo o un ideal, al mismo tiempo, que aparece una negativa a romper la vinculación. Según Freud las reacciones del melancólico parten aún de la constelación anímica de la rebelión, convertida por cierto proceso opresivo. La rebelión que ha sido sofocada en la melancolía puede rescatarse para impugnar la idealidad de la autoridad.
Aquel sujeto barrado del que hablara Lacan nos acerca al deseo que puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. “Por consiguiente –escribe Derrida-, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de otro modo, moriría de antemano”. El deseo, tal y como lo percibo en la estética de Marta Blasco, es una mezcla de disfrute e insatisfacción que no puede ser resuelto en la forma de una “ausencia esencial”; acaso el abandono del sufrimiento diferente tenga que ver con la renuncia que hacemos de nosotros mismos y, por supuesto, con la dificultad de establecer el encuentro con el otro. Lyotard habló de la fórmula
postmoderna, en un imaginario conflictivo, como un dejar la respuesta en suspenso, sin excluir que haya algo de Otro, “algo de falta y algo de deseo”.
“Hay tres cuerpos –advierte en Cibermundo, la política de lo peor- que están indiscutiblemente ligados: el cuerpo territorial, es decir, el del planeta y la ecología, el cuerpo social y, finalmente, el cuerpo animal o humano. De ello se deriva la necesidad de recolocarse con relación al cuerpo, de recolocar el cuerpo con relación al otro –la cuestión del prójimo y de la alteridad-, pero también con relación a la Tierra, es decir, al mundo propio. No hay cuerpo propio sin mundo propio, sin situación. El cuerpo propio está situado con relación al otro, a la mujer, al amigo, al enemigo”. Acaso tenga razón Butler cuando señala que el cuerpo no es el sitio en el que tiene lugar una destrucción, sino que es una destrucción en cuyo transcurso se forma un sujeto. “La formación de éste es simultáneamente el enmarcado -advierte en Mecanismos psíquicos del poder-, la subordinación y la regulación del cuerpo, así como la modalidad bajo la cual la destrucción es preservada (en el sentido de sustentada y embalsamada) en la normalización”. Recordemos las sentencias oraculares, proferidas en Delfos, del “conócete a ti mismo” y del “nada sin medida”, en cierto sentido antagónicas pues adentrarse en lo que somos puede llevarnos al desvarío y la nuestra condición inquieta y efímera nos impulse no tanto a la mesura cuando a la soberbia, esto es, al desafío demenciado a los dioses. Marta Blasco, a través de la iconografía de la Sibila, da cuenta del poder generador de la mujer y de su desmesura precisamente en el momento de la autoconciencia.
La subjetividad solo puede afirmarse como el distanciamiento respecto a su fundamento, que nunca puede ser plenamente superado. El sujeto libre, integrado en la red simbólica del reconocimiento mutuo, es el resultado de un proceso en el cual intervienen cortes traumáticos, represiones y luchas de poder, esto es, no está dado primordialmente. Hay una resistencia a la identidad dentro de la vida psíquica; la identidad no puede ser nunca totalizada por lo simbólico, porque lo que este no consigue ordenar emergerá dentro de lo imaginario como desorden, como lugar de la impugnación de la identidad. Debemos terminar con la localización permanente de la mujer en la paradoja y, por supuesto, en su denigración, incluso en su reducción nada. Marta Blasco se deja, literalmente, la piel en su obra (esos cuerpos rajados no son meramente alegóricos) y en la instalación de la Catedral de Palma da lugar a la mujer con su capacidad para ver lo que pasa, esto es, con su presencia oracular.
Tras el cuestionamiento del sujeto (incluso una vez ha sido desmantelado y revelada su estructura retórica) se mantiene la importancia del posicionamiento. El individuo no es ya más que el residuo de la experiencia de la disolución de la comunidad. La preocupación por lo que nos pasa, la ontología del presente, puede conducirnos a un pensamiento y una práctica comprometida. “Sin duda el problema filosófico más infalible es el del presente -advierte Michel Foucault-, de lo que somos en este preciso momento. Sin duda el objetivo principal en estos días no es descubrir lo que somos, sino rechazar lo que somos.
Todo lo que se puede trasmitir en el intercambio simbólico es siempre algo que es tanto ausencia como presencia. Sirve para tener esa especie de alternancia fundamental que hace que, tras aparecer en un punto, desaparezca para reaparecer en otro: circula dejando tras de sí el signo de la ausencia en el lugar de donde proviene. La obra de arte se entiende como función del velo, instaurada como captura imaginaria y lugar del deseo, la relación con un más allá, fundamental en toda articulación de la relación simbólica: “se trata -apunta Lacan- del descenso al plano imaginario del ritmo ternario sujeto-objeto-más allá, fundamental en la relación simbólica. Dicho de otra manera, en la función del velo, se trata de la proyección de la posición intermedia del objeto”. La contradicción está inscrita en el velo, en la duplicidad del funcionamiento del velo. La diferencia que vela y desvela es, en buena medida, un pliegue. Las materializaciones “sibilinas” de Marta Blasco son (re)veladoras, ofrecen imágenes suspendidas, en movimiento, leves y, al mismo tiempo, graves que nos sitúan en un dominio enigmático (vale decir: saturado de metáforas).
Tenemos que tener claro que si rasgáramos (una imagen de impronta tanto religiosa cuanto erótica) el velo no aparecería algo así como la verdad. Lo Real no es ninguna “realidad verdadera” detrás de la simulación virtual, sino el vacío mismo que vuelve la realidad incompleta/inconsistente, y la función de toda matriz simbólica consiste en ocultar esta inconsistencia; una de las formas de lograr este ocultamiento es precisamente fingir que detrás de la realidad incompleta/inconstante que conocemos hay otra realidad no estructurada alrededor de una imposibilidad. No es el momento de la desaparición de los velos o de la teatral subida del telón sino el de la aceptación de la pantalla. Hay que intentar, como hace Marta Blasco, atravesar (traverseer) la fantasía, sabiendo que el sentido, tal y como mostraron Lévi-Strauss o Lacan, probablemente no sea más que un efecto de superficie, un espejismo, una espuma. La lectura sintomal denuncia la ilusión de la esencia, la profundidad o la completud en beneficio de la realidad del recorte, la ruptura o la maduración. El arte está siempre intentando hacerse con la “otra escena”, esto es, con ese lugar en el que el significante ejerce su función en la producción de las significaciones que permanecen no conquistadas por el sujeto y de las que éste demuestra estar separado por una barrera de resistencia. Es la caída del sujeto que se supone que sabe lo que se opone a la noción de liquidación de la transferencia.
El arte, como hace magistralmente Marta Blasco, puede desbaratar lo que impone el síntoma, a saber, la verdad. En la articulación del síntoma con el símbolo no hay más que un falso agujero. El lenguaje está ligado a algo que agujerea lo real. Y nosotros (sujetos/barrados) necesitamos para evitar disolvernos anudar la experiencia, aunque sea con un decir-a-medias. Lo real se encuentra –apunta Lacan- en los embrollos de lo verdadero. Lo real es siempre un fragmento, un cogollo en torno al cual el pensamiento teje historias; el estigma de lo real es no enlazarse con nada. Entre la pasión voraz y el sentimiento anonadante, podemos tener la impresión de que todo se disuelve en el sinsentido. Incluso la visión de la divinidad es, paradójicamente, cara a cara “per speculum”. Porque acaso Dios no sea otra cosa que el velo definitivo. “Lo verdaderamente traumático -señala Zizek- es que los milagros existen –no en el sentido religioso, sino en el sentido de los actos libres-, pero es muy difícil aceptarlos”. Lo Real (lacaniano) resulta que tiene lugar, siendo de hecho lo imposible. Otra cosa diferente es que podamos simbolizar o aceptar lo Real. Cosa que no sucede. No podemos, a pesar de todo, entregarnos a la poesía del fracaso, ni al truco de la ausencia. Hemos agotados los sacrilegios y, al mismo tiempo, han proliferado las reliquias desconcertantes. Necesitaríamos, siguiendo la voz y la presencia de la Sibila, regresar a la tierra (maternal y secreta) donde lo decisivo quiere tornarse invisible.
Fernando Castro Flórez