Mi alma vive poderosa y animada: participa en las pasiones de los fantasmas que se producen en ella.
Paul Valéry1
Hay un fantasma detrás de las obras de Marta Blasco. Hay una bruma misteriosa, un sueño pictórico, una pasión persistente que la lleva a recorrer la historia del arte, atravesando otros tiempos para apropiarse de la esencia de sus imágenes. Hay en su quehacer casi compulsivo, un deseo prendido de esos cuerpos y esos rostros en los que vieron lo excepcional algunos artistas. Hay en su forma de crear la impronta de una locura sabia que la conduce impetuosa hacia ese placer de la mirada hecha luz que es un dibujo o una pintura.
Atribuir su apariencia a lo que aún no existe, génesis de toda creación, tiene tanto de genialidad como de sinrazón. “Nunca forzarás a existir lo que no existe”2, sentenciaba Parménides abriendo un debate acerca de la facultad humana de “imaginar”. “Ver en imágenes” todo aquello que la conciencia le permite aprehender. Pintar, dibujar, modelar o revelar lo visible, he ahí la tarea de un artista.
Una vez me dijo Jannis Kounellis que “si uno es pintor y no le gustan los fantasmas es estúpido”.3 Siguiendo esta proposición del maestro, podemos estar de acuerdo con Freud en que mientras la historia actúa a través de la visión, el arte halla en las visiones, el ensueño o los recuerdos del inconsciente del artista el punto de partida de esa otra realidad que son las imágenes artísticas4.
Hace años que sé, por las primeras pinturas que ví de Marta Blasco5, que sus obras tienen que ver con ese fantasma del arte que aún navega por la laguna Estigia de Patinir, ese que un día emprendió un viaje sin retorno en aquella “nave de los necios” a la que concedió su eterna vida iconográfica el grabador Sebastian Brandt. Es el mismo fantasma que inspiró sus desvíos de lo canónico a los prerrafaelitas; el que animó las búsquedas alucinadas de los surrealistas; ese que aún nos hace volver a las fuentes del conocimiento visual y escrito para descubrir sus rasgos insólitos.
La Biblia, la literatura clásica y el cine, los retratos de El Fayum, las Ophelias de Millais, el cuerpo del Cristo de Pilon; Mantegna, Durero, el Bosco, la Venus rajada de Velázquez o la iconografía de Botticelli, son algunas de las fuentes que alimentan el trabajo artístico de Marta Blasco. El arte y su sombra, como un fantasma ansioso que susurra al oído la cantinela insistente de la imagen, define el alcance de todas sus obsesiones artísticas. Los relatos de terror y de ciencia ficción, los mitos literarios, la filosofía de Schopenhauer y otras secretas pasiones de la literatura y la poesía universal definen ese imaginario personal que emerge altivo en las composiciones de la artista. Alentado por su deseo vehemente, late en sus pinturas y dibujos, como una secreta vibración, su persistente necesidad de insuflar una nueva vida a imágenes ya conocidas.
Aproximarse al trabajo de Marta Blasco, impone no sólo el reto de la contemplación sino un “desandar” su propio recorrido por el arte, el cine y la literatura, por los episodios próximos o lejanos de un repertorio artístico cuyas claves descubre su obra. Celebración de esa fiesta participativa que es y fue la pintura, la obra de Blasco escucha esas “voces” turbadoras que la empujan hacia el pasado y el presente en un vaivén tan tempestuoso como fértil. Frente a la ceguera de quienes han cancelado de un plumazo un imaginario colectivo que se remonta a la caverna de Platón, ella se asoma, impúdica, al presente tecnológico de la imagen digital con la convicción de la esencia intemporal del arte de la pintura puede, en su profundidad iconográfica, imponer también su lugar.
Hacer prevalecer la vigencia de los mismos recursos que caracterizaban la obra de Rafael, Leonardo y todos los grandes maestros. Dejarse llevar por ese punto de locura que, llámese fantasma, inspiración o simplemente intuición, infiere a una imagen sus aspectos más insólitos. Esa es la ambición y ése es el hilo conductor que recorre y articula el proceso creativo de Marta Blasco. Hablar de su obra viene a ser lo mismo que dibujar una historia de rostros, perseguir una genealogía de cuerpos que dormitan sus pulsiones entregados al ritual de la sensación de la materia. Interpretar su trabajo es confrontarse a la búsqueda de nuevos árboles del conocimiento, a otros jardines del bien y del mal… Puro fervor por ese imaginario artístico que hizo temblar a Hoffmann y a Bataille, el arte de Marta Blasco no entiende de exclusiones ni de tiempos únicos.
Rostros sin tiempo que esconden la huella del impacto de los retratos mortuorios de El Fayum -esa “llama muda” que ilumina la producción de tantos artistas contemporáneos-, hombres y mujeres que vislumbramos “desde un lugar neutro que no sería ni la muerte ni la vida”6, milagrosamente prendidos en ese presento eterno que les regala la solidez del soporte en el que han quedado atrapados.
Cuerpos librados al erotismo de la mirada, como ese cadáver de Holofernes pintado por Botticelli o el cuerpo de Cristo envuelto en la discreción de las sábanas por Mantegna o Pilon, la desnudez del cuerpo masculino en la obra de Marta Blasco merece una mención aparte. Pues no tan sólo resulta deudor de una brillante tradición representativa sino que, a la vez, la renueva con recursos tan potentes como ese gran vacío blanco que intensifica y concentra aún más la tensión sobre el cuerpo dibujado. Adoptando el tradicional punto de vista masculino cuando representa el desnudo de la mujer, Marta Blasco realiza sus obras más eróticas, dejando constancia de su propia pulsión, del deseo que proyecta hacia el cuerpo masculino. Su sensualidad desnudando al modelo sin caer en lo explícito, nos recuerda las palabras de Kenneth Clark: “La desnudez no siempre es obscena y puede surgir sin recordar la inconveniencia del acto sexual”.7
Marta Blasco rompe con la tradicional representación del cuerpo masculino8 para presentarlo de un modo similar al de la mujer que yace desnuda entre las sábanas -agitada y como deseando ser mirada-, una iconografía que se remonta a la estatuaria griega clásica y alcanza la contemporaneidad con ejemplos sobresalientes como, entre otros, “Amor y Psique” de François-Edouard Picot (1817) o el “Francesca y Paolo” de Ary Schaeffer. Su mirada es acaso comparable a la de otra mujer artista, Anne-Louis Girodet, que en su bellísima pintura dedicada a los “Funerales de Atala” muestra al joven amante en todo el esplendor de su hermosa juventud.
Sin embargo, la sensibilidad pictórica de Marta Blasco resulta totalmente contemporánea, muy próxima a la de Gerhard Richter en su personal visión de la Anunciación de Tiziano o en los retratos de sus hijas. Coincide la artista con el genial artista alemán también en la enfática repetición del motivo, que Richter lleva a cabo en sus famosos cuadros dedicados a las imágenes de los miembros de la banda Baader-Meinhof muertos en prisión y Blasco en sus pinturas de pequeño formato que acompañan a los grandes dibujos de sus Corpus y sus Ophelia.
Correspondiendo a ese aliento fantasmal que se cuela silencioso por los pliegues de su alma, el trabajo de Marta Blasco muestra una y otra vez la firmeza de sus vínculos con ese arte que centra, intemporal, su mirada en el hombre. Disolviendo las fronteras del tiempo lineal de los movimientos artísticos e incorporando a su quehacer nuevos registros, sus dibujos, pinturas, planchas de cobre, grabados o vídeos reflejan en sus lienzos, metales, papeles o pantallas el mismo halito compulsivo de su inspiración.
Imaginando que miraba al cielo desde esa Nave de Necios en la que se forjaba el tránsito hacia la Edad Moderna9 para poner la sabiduría de la ciencia y de las artes en el centro de la construcción del ser humano, pintó Marta Blasco una cinta en movimiento, una línea que trazaba el discurrir de su pintura hacia la certidumbre del dibujo. Haciendo suya la idea de la dimensión “corporal” del hombre y ese “creciente respeto al yo corpóreo”10 que ejemplifica la serie de grabados de Sébastian Brand, Marta Blasco halló el sendero que desembocaría en sus Ascensiones y en sus Ophelias, en sus Corpus, en esos “papeles rotos” que evocan a la “Venus rajada” y hasta en sus últimas pinturas-boceto.
Formular la idea antes de pintar sus contornos para conservar su “sensación”, proyectar a conciencia las conexiones y alusiones invisibles que todas sus obras revelan, se convirtió en la principal tarea de la artista, imitando acaso a aquellos maestros antiguos a los que se refería Kandinsky cuando decía: “L’artiste est la main qui, par l’usage convenable de la touche (= forme), met l’ame humaine en vibration”11.
La mano, instrumento del alma que guían el conocimiento y esa experiencia ganada al tiempo que llamamos “maestría”, “pericia” o “talento”. La mano, que para el poeta Antonio Machado, fue –en la de Dios- el origen mismo de la vida,12 fue dando forma al imaginario profuso de una artista formada en las Bellas Artes que nunca renunció a la belleza.
La convicción del entrenamiento en el ejercicio de la práctica, que asegura la “posesión del mundo” para que se cumpla el ritual creativo al que alude Focillon13, llevó a Marta Blasco a desarrollar su quehacer como un mantra inacabable, a través del ejercicio del dibujo, en la insistencia del tacto, en la exploración de otros materiales, mediante el gesto mínimo de dibujar una y mil veces las líneas de sus planchas de cobre.14 Retratos del alma –de la suya y la de sus modelos-, estas obras recientes de Blasco abren el arco de su trabajo artístico para llevarlo nuevamente al ámbito de la pintura.
En aras de una vindicación silenciosa de la estética, “esa gran fiesta onírica de la participación” que conserva la fe en las dimensiones secretas de la realidad objetiva, Marta Blasco rompería una vez más la lógica del dibujo como proceso secundario para hacer de una plancha de cobre el lugar de la imagen singular, consumando así su propio viaje iniciático al corazón del arte occidental.
Decía ese gran ensayista que es Rafael Argullol que “lo simbólico del arte facilita, heideggerianamente, el reconocimiento del origen o, si se quiere, la travesía de la contingencia para emprender aquel Einhausung (“ir humano a casa”) expresado por Hegel. Re-conocer en el arte es captar la permanencia en lo fugitivo”. Ese carácter del arte –prosigue Argullol- “como superación del tiempo (lineal)” es un “viraje” hacia “la esencia del Arte”15.
Ha hecho falta atravesar y superar varias décadas para que el arte contemporáneo haya vuelto de nuevo su mirada a la cuestión de la belleza. Cuando Stefano Zecchi reflexionaba sobre ese “destierro de la belleza”, acudió a Goethe y al viaje de Fausto hacia Helena para ejemplificar el “último intento de nuestra cultura (…) de hacer prevalecer en la realidad objetiva, en la historia universal, la función constitutiva de la belleza: es decir, la superioridad metafísica del lenguaje simbólico sobre el lenguaje referencial (…); la superioridad cognitiva de la metáfora…”16.
La vindicación de Zecchi sobre la importancia de la belleza como “forma del saber”, superaba con argumentos filosóficos la proverbial exclusión de la estética en el arte del siglo XX: “La magia es el arte de utilizar el mundo sensible y la realidad psicológica con arbitrariedad e invención”17. Qué significativas suenan estas palabras hoy que el arte ha vuelto a apreciar las cualidades filosóficas de la estética. Y qué oportuno nos parece el ensayo de Zecchi cuando reflexionamos sobre el “deslumbramiento universal” al que Vicente Jarque se refiere cuando habla de la “condición virtual del hombre contemporáneo”: “Cuando el fantasma se complace en rodearse de máquinas productoras de fantasmas, es decir, cuando el fantasma cobra visibilidad y se dispersa en esa ilimitada proliferación de imágenes propiciada por las nuevas tecnologías, nada tiene de extraño que el fulgor resultante de esos millones de imágenes conduzca a una especie de deslumbramiento universal. Hay tanto que ver, que termina por no verse nada. La mirada se entrega al zapping incluso cuando no se encuentra frente a la televisión. Como dice el historiador Norman Bryson18: la “mirada” cede su lugar al “vistazo”, la contemplación atenta y reposada de una imagen singular es sustituida por la ojeada fugaz de una pluralidad de destellos de imágenes percibidas, en el límite, de manera simultánea”.19
Pensadas para que una contemplación pausada revele todas sus facetas simbólicas, sus conexiones artísticas y sus derivas hacia el cine, la literatura y hasta la intimidad cotidiana, las obras de Marta Blasco no rehúyen el lugar de las nuevas tecnologías, pero sí el imperativo de ese fantasma de la fugacidad al que alude Jarque en las líneas anteriores. Tan hermosas como complejas en sus múltiples manifestaciones “artesanales” o “tecnológicas”, ejemplifican con la solidez de su presencia estética la complementariedad de todas las opciones artísticas. Pues, más que hacer de la tecnología (sea ésta la de un lápiz, la de un berceau20 o de una cámara digital) un fin en sí mismo, muestran la profundidad de un proyecto artístico integrador.
La versatilidad de las imágenes de Marta Blasco se despliega naturalmente ya sea en esos imponentes dibujos a gran formato como en sus pequeñas e intensas pinturas, en las increíbles soluciones dibujísticas de sus matrices de cobre y en esos “papeles rotos” que aluden metafóricamente a la búsqueda del lugar de la imagen, en sus composiciones filmadas y en todas las variantes virtuales o materiales en las que se manifiesta su vocación por un arte de sentido.
Hay un fantasma que susurra al oído de Marta Blasco los viejos cantos de un paraíso perdido. Es un mal que no tiene cura. Todos los buenos pintores escuchan a su fantasma.
Pilar Ribal i Simó