Y el poeta dice que a los rayos de las estrellas
Vienes a buscar, de noche, las flores que cortas
Y que ha visto sobre el agua, tendida en sus largos velos,
A la blanca Ofelia flotar, como una gran flor de lis
Arthur Rimbaud (1870)
Rimbaud el maldito nos dice también que “hace ya miles de años que la pálida Ofelia / pasa, fantasma blanco por el gran río negro; más de mil años ya que su suave locura /murmura su tonada en el aire nocturno”. La criatura Shakespeariana es pues un mito: aunque nace y vive en un momento concreto –en este caso, literariamente-, se reencuentra con lo arquetípico, deja de tener edad y mora en el pasado remoto, en el presente y en el futuro. Por eso Gaston Bachelard, en El agua y los sueños (1942), escribe pensando en ella que “todo un lado de nuestra alma nocturna se explica por el mito de la muerte concebida, como una partida en el agua. Para el soñador, las inversiones entre esa partida y la muerte son continuas. Para ciertos soñadores, el agua es el movimiento nuevo que nos invita a un viaje nunca realizado. Esa partida materializada nos arranca a la materia de la tierra. Qué asombrosa grandeza tiene ese verso de Baudelaire, cómo llega al corazón de nuestro misterio esta imagen súbita: ¡Oh Muerte, viejo capitán, ya es tiempo! ¡Levemos anclas!”.
Y la propia Elisabeth Eleanor Siddal –Lizzie- enfermará de locura y se suicidará –dice la leyenda con una sobredosis del láudano al que ya era adicta, incapaz de soportar las continuas infidelidades de su esposo, Dante Gabriel Rossetti. Después de la de Shakespeare, ella es sin duda la Ofelia más famosa: la modelo pálida y pelirroja que en 1852 posó para otro Hermano Prerrafaelita, John Everett Millais. Y se sabe que, durante las sesiones, Millais calentaba insuficientemente el agua de la bañera con pequeñas lámparas de aceite; y que Lizzie, sombrerera entonces y luego pintora, poeta y musa de la Hermandad, enfermó y ya nunca dejó de ser esa mujer mórbida y alienada que aparece en el cuadro soberbio. Tampoco Rossetti se libró de la maldición: cuando en 1870 hizo que exhumaran el cadáver de su esposa para rescatar los Poemas que había dejado en el ataúd, la crítica despedazó aquellos textos llenos de sensualidad y erotismo (singularmente, la suite de sonetos titulada La casa de la vida); no lo superó y murió, también él, drogadicto y enajenado.
De la muerte de Ofelia, que sucede fuera de escena, sabemos por el relato que hace Gertrudis: “Llegada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a suspenderla de los pendientes ramos, se troncha un vástago envidioso, y caen al torrente fatal, ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas huecas y extendidas la llevaron un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando pedazos de tonadas antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y nacida en aquel elemento. Pero no era posible que así durase por mucho espacio. Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorbían la arrebataron a la infeliz; interrumpiendo su canto dulcísimo la muerte, llena de angustias”. Ofelia, que sonríe y canturrea rodeada de sus flores y hierbas –alguna de ellas tóxica y otra abortiva; y sabemos que fue el nacimiento de un hijo muerto el que precipitó el suicidio de Lizzie- mientras las aguas la llevan amorosamente hacia la muerte, no puede ser contemplada con ojos neutrales: encarna la belleza y la bondad, el virginal candor, la capacidad de enamorarse totalmente, la necesidad de morir de desamor. Cada cual escribe en ella lo más puro de su alma y de sus aspiraciones, sí; pero, esto haciendo, también conoce a su Hamlet, el asesino del padre de Ofelia y el causante de su tormento y su locura.
Llama la atención, tal vez porque contrasta con la visión clásica de Millais, el que la serie de dibujos dedicados a Ophelia que Marta Blasco presenta en esta primera individual sea tan oscura. “Para que una cosa sea muy terrible, en general parece que sea necesaria la oscuridad –nos dice Burke. Cuando conocemos todo el alcance de cualquier peligro, y cuando logramos acostumbrar nuestros ojos a él, gran parte de nuestra aprensión se desvanece”. Así, la negrura que rodea a esa bañera es una imagen de lo terrible porque lo es de lo abierto e indeterminado: las tinieblas se poblarán siempre con aquellos fantasmas que cada contemplador deba introducir en ellas; y serán, probablemente, terrores modernos: miedos nacidos de la violencia del mundo y obsesiones cultivadas por la moderna imaginería del terror; tal vez por eso se ha dicho que la obra de Marta Blasco tiene reminiscencias cinematográficas: la mujer bañándose en una habitación sin luz podría pertenecer, por ejemplo, a una película de Hitchcock; evocamos el suspense, esperamos un acontecimiento dramático. Tanto más cuanto que conocemos ya las historias de Ofelia y de la infortunada Lizzie y podemos, incluso, elucubrar con la idea de una maldición.
El cultivo de lo siniestro, inquietante y misterioso es característico de esta artista (y, curiosamente, también de su pareja, el pintor Ricard Chiang, con quien comparte taller): tanto en sus exquisitos tondos de 2006 como en la serie Narragonien (que le valió el Primer Premio de la Fundación Barceló en 2007), la artista optó por describir unos paisajes desolados, salpicados de árboles muertos, de espectros solitarios, de figuras dolientes y de rastros; una visión romántica de la naturaleza y de la existencia que encuentra su origen en lo onírico y lo literario y que se concreta en una pintura brillante, delicada y preciosista. Eugenio Trías ha explicado en Lo bello y lo siniestro cómo el sentimiento Kantiano de lo sublime invita a ser rebasado por el de lo siniestro: “Será ese Dios Tiniebla, el corazón de la tiniebla, el fondo oscuro y siniestro de una deidad atormentada en sus desgarramientos, conceptuable como dolor y voluntad o como Uno primordial en perpetuo desgarramiento? ¿O esa oscuridad y esa tiniebla será el último velo, angustioso velo, que a modo de noche oscura impide el vuelo terminal, aquél en el curso del cual se logra dar “a la caza, alcance”? (…) Desde estas consideraciones cobra toda su significación el aforismo de Rilke: “Lo bello es el comienzo de lo terrible que los humanos podemos soportar”. Y ese comienzo nos aventura, como tentación, hacia el corazón de la tiniebla, fuente y origen, feudo de misterios, que “debiendo permanecer ocultos”, producen en nosotros, al revelarse, el sentimiento de lo siniestro”.
Esto invitaría a sospechar que el trabajo que ha desarrollado Marta Blasco en estos dibujos posee ante todo un carácter ritual: la inmersión en la bañera –emulando a Lizzie- y en la oscuridad –la tiniebla como “origen”- es una catarsis –también un reto- y simboliza entre otras cosas la búsqueda del amor y la total entrega. Pero Ofelia es una forma mítica –el culto a Afrodita exige también el baño ritual- y en estos tiempos de crisis, encarna una feminidad tan imposible como perenne; y, por eso mismo, su figura –su sacrificio- es una puerta abierta a la pasión: “hacer romántico el mundo significa acercar los extremos de la existencia sin que se toquen. Significa poder ver lo sublime y lo vulgar, el ángel y la serpiente, la luz de Dios y la miseria de las tinieblas, y afirmar la no aceptación de la indiferencia, del contacto de los dos polos y de su anulación”, alega Zecchi en defensa de La belleza. Y esa es efectivamente la materia de que están hechos los dibujos de Marta Blasco. Luz y oscuridad, cotidianidad y misterio, reposo y sensualidad: se buscan los límites, los contrastes, la máxima luminosidad y la total negrura; hay violencia en los escorzos, riesgo en las composiciones, aventura en los procesos… Y las películas que narran la increíble –porque la artista da cuenta de su heterodoxia- historia del dibujo son, en definitiva, la metáfora perfecta de este viaje en pos de lo sublime: el dibujo siempre es ritual en sí mismo, es el modo en que el artista se comunica consigo mismo y, puesto que nada hay en él que no sea verdadero, también lo es –de nuevo- la Ofelia que representan.
Javier Rubio Nomblot