Regreso al futuro
El Viajero del Tiempo –porque así le llamaremos en nuestro relato- estaba exponiéndonos un asunto demasiado recóndito para nuestra inteligencia. (…) Y nos lo iba explicando así –acompañando sus conceptos con un movimiento de su delgado dedo índice- mientras estábamos cómodamente sentados, admirando lo extraño de esta nueva paradoja –por lo menos, así lo creíamos nosotros- y lo maravilloso de su fecundidad ideológica.1
No hay principios ni finales, ni siquiera deberíamos preocuparnos por el orden de los acontecimientos, las cosas ocurren cuando ocurren, las situaciones, los hechos, los sucesos, no deberían estar ordenados, simplemente están, simplemente son. Esas referencias estereotipadas de pasado, presente y futuro, no son más que una convención para aquellos tipos que no estamos tocados por el don, para todos aquellos que nos perdemos en el laberinto cada vez que dejan de marcarnos las coordenadas, malditas coordenadas. En realidad el tiempo no es tan lineal como parece, no es una secuencia sin solución de continuidad, casi nadie lo sabe, sólo algunos privilegiados, yo mismo lo ignoraba, a mi me lo han tenido que contar, no he podido verlo con mis propios ojos, he tenido que hacer un acto de fe, ahora soy creyente.
Antes y después son adverbios que no tienen mucha importancia para los auténticos visionarios, para esos seres hipersensibles que ven las cosas que al resto se nos escapan, para aquéllos que nos enseñan los caminos, como Wells y su Viajero, como Orwell, como Huxley llevándole la contraria al propio Wells, como Marty McFly montado en su Delorean, o como Mark Twain y aquel extraño Yanqui con el que viajó al medievo, el tiempo les daba absolutamente igual, saltaban de un sitio a otro para desentrañar nuestra simpleza, para solucionar nuestros problemas y arrojarnos un poco de luz. Ellos podían hacerlo porque tenían el conocimiento, porque eran plenamente conscientes de dónde se encontraban, porque eran sabedores de que nada ocurre cuando parece que ocurre; ellos tenían la certeza de que ordenar las cosas cronológicamente es la cartografía a la que recurrimos los cobardes, los inútiles, la Biblia de todos aquellos que apenas sabemos nada.
Marta Blasco es una exploradora innata, una viajera del tiempo, una inventora que ha dado con el invento, que ha descubierto una forma que antes nadie había concebido, una idea que nunca se había pronunciado, ni pensado, ni siquiera soñado, o soñado tal vez sí, todo se ha soñado alguna vez. La artista es una de esas visionarias que ve el futuro con meridiana claridad, seguramente viene de allí, quizás para ella nuestro futuro sea su presente, quizás sea capaz de ir al pasado, quizás también venga de allí, quizás venga de todos lados, seguramente es así. Marta Blasco continúa su viaje sin prisas, estirando el tiempo, huyendo de la vorágine, pero antes de seguir su camino, nos va señalando puertas y nos va dejando llaves, nos ofrece unos cobres encendidos, rasgados por un dibujo sublime del que emanan conceptos, verdades y la luz crepuscular de la manera negra, del mezzotinto, nos marca unas rutas con la vocación de que la acompañemos, de que nos convirtamos, al igual que ella, en unos intrépidos exploradores que no atienden al tiempo, ni a su orden aparente, ni a sus prisas constantes.
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Heridas luminosas desde la oscuridad
Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.2
Estas planchas de cobre sobre las que dibuja la artista son las puertas que nos permitirán ir de un sitio a otro, las que nos habilitarán para verlo todo con la suficiente perspectiva, sin límites temporales ni barreras físicas. Es posible que en los surcos grabados de sus superficies, en la tela de araña de sus líneas, estén muchos de nuestros rumbos y, en alguno de sus nudos, quizás hallemos el punto omnisciente del Aleph. Marta Blasco no entiende el tiempo como nosotros, lo hace como algunos de aquellos visionarios singulares, le da la pausa necesaria y lo recorre a voluntad. Marta Blasco es una creadora que también entiende de formas, de ideas y sobretodo de caminos, ha asumido que todas las artes son contemporáneas y por ello no renuncia a ninguna. Continuamos el viaje: un itinerario sin principio, sin final y sin cronología, una senda plena de bifurcaciones y de recovecos, de idas y de venidas, sin un antes ni un después.
La luz sobre la imagen refleja las heridas luminosas inferidas en el cobre, una Mujer con trenza, un retrato como aquellos retratos que inmortalizaron los pioneros de la fotografía –y también los amantes de sus amadas- unos retratos que le dan una perspectiva eterna a sus protagonistas, realizados por unos precursores que también sabían que el tiempo no era lineal, ni consecutivo, ni trascendente. Una mujer bella enmarcada por un óvalo que deja en su interior un espacio incorrupto, imperecedero, eterno, una pose que remite al gran arte, a los maestros de la pintura, a la fotografía pictorialista y al retrato romántico; una esperanza en tiempos de guerra, un amor presente, una historia del pasado, un anhelo futuro. A su alrededor el óxido y el paso del tiempo, dos edades en un mismo espacio: Ingres, por fin, nos abre la puerta hacia un retrato postmoderno.
El soporte no es casual, al contrario, su potente física, su oxidación selectiva, la pátina, el minucioso bruñido de la manera negra, va sacando luces de la penumbra, de la propia materia opaca y oscura. Aquellos fotógrafos –que lo eran mucho antes de existir la fotografía- volvieron a acertar, se empeñaron en fijar una reproducción de la realidad en la materialidad de unas planchas de cobre con emulsión fotosensible, allí también fueron apareciendo luces y esas vistas evanescentes del pueblo francés de Le Gras desde la ventana de Niepce, aquel inventor cuerdo con rango de primer explorador entre todos los pioneros. El cobre daba una física a la idea mientras iba cobrando independencia, ya no era el mero soporte para reproducir la realidad, se había vuelto objeto, se había emancipado. Las planchas de Marta Blasco siguen un camino paralelo: dejan de ser matriz para alcanzar también su propia autonomía, ya no son el medio, ya no hay nada que estampar, son fin y principio en sí mismas, por eso rompió sus Papeles rotos después de ser impresos, no hay normas cuando algo es libre, no hay raseros para lo nuevo, estos cobres están porque están y son lo que la artista quiere que sean.
Sus mujeres –no podía ser de otra manera- también son deliberadas, no son cualquier cosa, pueden con casi todo y con casi nada, trascienden las convenciones rancias de los estereotipos de mujer y las manidas distinciones del arte de género. Marta Blasco –y su arte- son contradictorios a conciencia y buscan, en la contradicción, el análisis y la sorpresa, el interrogante y su respuesta. Sus mujeres juegan a ser lo evidente para sacar de quicio a muchos y a muchas, son objeto de deseo, atractivas y enigmáticas, envidiadas, amadas y odiadas, carnales, sexuales e inteligentes, tan accesibles como intangibles, se mueven en coordenadas de fatalidad y de peligro, de imposibilidad y de obsesión, de belleza, de enfermedad y de locura. Su ambigüedad emana directamente de las sombras de la plancha y de sus propios puntos de luz, de ese claroscuro extraordinario que también colmó de ambigüedad los autorretratos de Caravaggio, o de aquel joven Rembrandt, o de esa Judith reinterpretada por nuestra artista, una mujer de belleza andrógina, una heroína refugiada en la noche y a punto de amar, de morir o de matar.
Fue precisamente el simbolismo romántico el que sublimó todos estos conceptos para inferirlos en su propio ideal, una suerte de mujer fatal mezcla de inocencia y perdición que anhelaba, a veces sin saberlo, tanto su propia destrucción como la del amante no siempre amado o la del amado no siempre amante. Dalilas, Salomés, Ofelias, Judiths, Eurídices y Desdémonas, configuran una extraña combinación entre la traición, la candidez, la tragedia, el desamor y la intangibilidad, mientras colman el imaginario romántico de enconados odios y apasionados amores. Mientras, las mujeres araña de la artista, tejen minuciosamente su tela sobre una puerta que todavía no hemos abierto, que no sabemos a donde lleva, ni tan siquiera si va a alguna parte, da igual, el intento seguro que merecerá la pena porque sólo los genuinos viajeros del tiempo, los tocados por la gracia como Marta Blasco, pueden enseñarnos como llegar al Aleph, a ese punto desde donde todo se sabe, a ese lugar desde donde todo se ve.